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Volando En El Vacío

Pese a la advertencia kantiana de que las palomas no pueden volar en el vacío, nuestro gobierno se empeña en desafiar no sólo a las leyes de la física sino también a las de la lógica. Especialmente en materia de política exterior, en la que da vueltas en el aire, sin ton ni son, indiferente a la dirección en la que sopla el viento y a las consecuencias letales de su falta de definición estratégica.


La explicación es simple y al alcance de cualquiera. El excesivo ombliguismo que caracteriza a nuestra Cancillería y a la mayor parte del gobierno les impide apartarse de su fosilizado y autocomplaciente discurso de mediados del siglo pasado y aprovechar, aunque más no sea una sola vez, las oportunidades que la coyuntura nos pone por delante. Sucede que no comprenden la época en la que viven ni tampoco quieren comprenderla. Por eso la distancia que los separa del resto del planeta no se mide en kilómetros sino en décadas.
¿Será que en el fondo son concientes de la precariedad de sus ideas, y por eso prescinden de la realidad, para no verse obligados a cambiarlas? Sólo así podríamos explicar tanta torpeza y falta de puntería en la conducción de nuestras relaciones exteriores, que nos condena a perder el tren del progreso una y otra vez, como hace poco, cuando nos hicieron renunciar a un posible Tratado de Libre Comercio con EEUU, no por razones económicas sino por un puñado de prejuicios arcaicos en perfecta sintonía –eso sí- con una concepción del mundo timorata y pueblerina que impide entrar al futuro si no es reculando.


Por eso no resulta extraño que, arrinconado en su imperdonable ignorancia geopolítica, el inquilino del palacio Santos se haya convencido de que el universo se reduce a este club barrial que algunos entusiastas insisten en llamar MERCOSUR y que más allá, tal como suponían los hombres del Medioevo, nos esperan monstruos espantosos prontos a devorarnos si osamos alejarnos de la orilla, y un poco más allá, lisa y llanamente, la nada.
Se repite, como si fuera un mantra, que la concreción del tan cacareado “Uruguay productivo” es incompatible con la firma de un TLC con los Estados Unidos. Como si una cosa fuera contradictoria con la otra. Suponen, con conmovedora ingenuidad, que todo lo que nuestro país produce puede ser colocado en el mercado interno y regional. Fantasean con la idea de que la salvación está en cerrarnos y no en abrirnos como han hecho los países exitosos, o como hicimos nosotros mismos en el pasado. Por cierto no hace falta ser economista ni experto en comercio exterior para adivinar las consecuencias de semejante despropósito. Basta con haber leído algo de historia o con preguntarles a los fabricantes de bicicletas, a los productores de arroz o los vitivinicultores si esto es así. Si es posible producir sin mercado; es decir, sin clientes… Pero este es un detalle demasiado sofisticado para nuestro socialismo desnorteado, mucho más preocupado por la apariencia de las cosas que por el fondo de las mismas.

Ahora bien, tampoco hay que ser un genio para deducir que Bush y sus halcones no perdieron el sueño por la negativa de nuestro gobierno. A decir verdad, no perdieron nada. No así nosotros, que potencialmente perdimos muchísimo. Es bueno saber que de habernos subido a ese tren, podríamos haber triplicado nuestras exportaciones e incrementado significativamente el caudal de inversiones de ese origen en nuestro país, tal como señala un estudio realizado por la Cámara de Comercio Uruguay-EEUU. Pero no, ¿para qué?... Así estamos bien, ¿no? Si cuanto peor, mejor…

Ante tanto dislate es claro que uno de insoslayable acuerdo entre las fuerzas democráticas de cara al futuro es “la inserción internacional del Uruguay en el mundo”. Allí radica la clave de nuestro desarrollo, precisamente en nuestra apertura al mundo. Cosa que Chile entendió hace casi tres décadas con resultados excelentes y a la vista de todos.
Consultado el ex canciller trasandino Ignacio Walker a mediados del año pasado acerca de cómo logró Chile tener una política de Estado en materia de inserción comercial y cuáles han sido los resultados de la misma, éste respondió con una magistral clase de Historia y sentido común: Primero, fue la conciencia de los problemas y hasta cierto punto el agotamiento de la estrategia de ISI (industrialización sustitutiva de importaciones) y su pretendido «crecimiento hacia adentro», lo que, tratándose de un país y un mercado pequeño como Chile, parecía como un contrasentido -sin perjuicio que, desde la década de 1940, dicha estrategia dotó al país de una cierta infraestructura industrial. «Exportar o perecer» fue la idea que comenzó a rondar en nuestras mentes. Luego fue la apertura unilateral de nuestro mercado a través de la reducción de barreras arancelarias y liberalización del comercio que partió en los años 70 y se profundizó con la llegada a la democracia en los 90: teníamos aranceles bajos y parejos de 15% en 1990 y hoy son de 6% (en términos nominales porque en términos reales, producto del impacto de los TLCs suscritos por Chile, son de 2%; es decir, Chile ya es una economía abierta y una de las más abiertas del mundo). Luego fue en términos bilaterales, bajo el gobierno de Aylwin, a comienzos de la década del 90, con los ACES, (Acuerdos de Complementación Económica) de América del Sur y posteriormente, hacia fines de los 90 y comienzos de esta década, bajo Frei y Lagos, con los TLCs suscritos con Canadá (1997), México (1999), Unión Europea, Estados Unidos, Corea del Sur, Nueva Zelandia, Singapur y Brunei y, últimamente, China e India (estamos avanzando en estudios de factibilidad con Japón, Malasia y Tailandia). Se han suscrito unos 15 Tratados, con 50 países que abarcan un PGB global de un 75%, mientras que el comercio exterior chileno representa el 65% del PGB, con exportaciones de US$ 40.000 millones, que es el 40% del PGB (cifras de 2005). Actualmente el desafío es consolidar todo lo anterior a nivel multilateral (OMC y Ronda de Doha) para contar con un comercio mundial sobre la base de reglas del juego claras, estables y equitativas. Todo esto ha significado un consenso en torno a una estrategia de desarrollo sobre la base de una economía abierta y un esfuerzo exportador, como un complemento de lo que, bajo los gobiernos de la Concertación (1990-2006) hemos denominado "crecimiento con equidad", que ha significado crecer a más de un 5% promedio en los últimos 15 años y reducir la pobreza desde un 40%, en 1990 -resultado de la aplicación dogmática del neoliberalismo de los "Chicago Boys", con un crecimiento 1973-1990 de sólo 2,8%-- a un 18% en la actualidad (con un crecimiento promedio cercano al 5% en los últimos 15 años)” .

Está claro que, a contramano de nuestra izquierda antigua y chúcara, la chilena demuestra que se pueden hacer buenos negocios sin claudicar de ninguno de sus principios y, sobre todo, mejorar la calidad de vida de sus conciudadanos, dándoles oportunidades de trabajo y no regalándoles canastas y jornales “solidarios” a cambio de gratitudes interesadas. Guste o no, éste es el camino del desarrollo, el que viene recorriendo Chile desde hace años; lo otro, lo que vemos todos los días por aquí, no pasa de ser el viejo cuento populista que en América Latina todos conocemos de memoria y que por cierto todos sabemos cómo termina.
Hace algunos meses atrás, en una entrevista televisiva, otro chileno, el ex presidente Ricardo Lagos, padre espiritual de la izquierda inteligente que florece del otro lado de la Cordillera, transmitió una definición que muchos deberían tomar en cuenta en nuestra penillanura levemente ondulada: “gobernar es construir futuro, no administrar nostalgias”. Aquí, no cabe duda, se optó por lo segundo. Así nos va…

 

Extraído de  “Exportar o perecer”, entrevista a Ignacio Walker, ex canciller de Chile, de Gabriel C. Salvia, publicada el 31 de julio de 2006 en www.cadal.org.

 

 
 
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